LA LEYENDA SOBRE COLON Y LA CUEVA DE VALVERDON

La cueva de Valcuevo o cueva de «burrinas».


Pues ocurrió que a mediados del siglo XV tuvimos aquí un eremita, ¡sí, sí, un eremita!, que para vivienda escogió una oquedad, colgada sobre el Tormes unos 10 metros. Se encuentra esta cueva como a media legua aguas abajo de Villamayor y es muy pequeñita. ¡Yo creo que cinco personas tumbadas no cabrían en ella!

Sólo se tiene acceso a ella por una estrecha senda en el corte del río, entre zarzas y maleza, y no se la ve desde esta orilla. Únicamente desde la otra, y mal, por la vegetación que allí se da. ¡No resulta fácil verla, no!

Pues allí se descolgó aquel santo varón, iluminado por su éxtasis de soledad.

– ¿Y qué comía?

– Siempre hubo buenas gentes que le cuidaron en ese sentido. Los pastores le regalaban quesos… El que pasaba por allí algo le dejaba. ¡No debió vivir mal del todo!

Y más aún cuando se corrió la voz de que daba buenos consejos a quien los pedía a gritos desde lo alto del acantilado… Pronto comenzaron a venir mujeres y hombres preguntando por el bien de sus hijos, que guerreaban en Granada… Y él, por extraño privilegio, siempre les daba noticias acertadas. Al menos así se creía…

En el apogeo de la fama de aquel eremita de Valcuevo llegó a Salamanca un personaje entonces desconocido, pero que años después alumbraría al mundo con su nombre: Colón.

Colón fue llamado por el Claustro de Doctores de la Universidad y se le notificó su dictamen negativo, basado en los cálculos del radio del mundo, que ya los antiguos griegos realizaron, erróneamente interpretados por el navegante

Pretendía que la Universidad diese el visto bueno a su proyecto de llegar a las Indias por Occidente, condición previa para el favor Real. Y mientras los Doctores deliberaban sobre tan novedosa idea, algunos dominicos le invitaron a pasar un período de descanso o meditación en una finca que tenían cerca de Valcuevo.
Estando allí oyó Colón hablar del eremita. Una mañana, movido por la curiosidad, fue a visitarle, en compañía de algunos frailes.

Para sondearle, preguntaron qué oficio tenía el visitante, a lo que respondió que sin duda se trataba de un viajero empedernido…

-¿Y qué le queda por ver? – preguntó un fraile.

-¿Oh! Muchos países y gentes, con extraños atavíos. Raras bestias y aves…

-Decidme. Esas gentes que decís… ¿llevan sedas orientales? ¿Son sus ojos rasgados y el color de la piel amarillento o amorenado?

-¡No! Van casi desnudos y tienen rasgos no conocidos. Su tez no es de ese color que decís, sino más bien parda o rojiza…

-¿Y qué llevan en la cabeza?

-¡Plumas, señor! ¡Nada más que plumas!

-¿Y qué comen?

-¿Qué han de comer, señor? ¡Lo que pueden!

Al marcharse del lugar, uno de los frailes le preguntó a Colón:

-Y bien…, Don Cristóbal, ¿qué os pareció el eremita?

-Un fantasioso. ¿Dónde se ha visto que haya gentes que se toquen tan sólo con plumas? ¿Y dónde están las tan cantadas riquezas de Las Indias, sus especias, y su oro? ¡No! No creáis las patrañas de ese impostor…

-Pero, sin embargo…, bien que adivinó que vos sois un viajero empedernido…

-Nada más fácil al oír mi acento balear, tan extraño para él…

Después de su famoso segundo viaje, el Gran Almirante de la Mar Océana recordó las visiones del eremita. La opinión de los doctores de Salamanca no la olvidó jamás

Poco después Colón fue llamado por el Claustro de Doctores de la Universidad y se le notificó su dictamen negativo, basado en los cálculos del radio del mundo, que ya los antiguos griegos realizaron, erróneamente interpretados por el navegante. Según el informe, hoy perdido (posiblemente aposta), era imposible pertrechar ningún navío para atravesar la gran distancia marina que separaba, yendo hacia el oeste, a España de Las Indias o de Cipango. ¡Si al menos hubiese tierra conocida en medio!
Pero todo lo que entonces se sabía sobre el particular no eran sino leyendas sin ninguna base, consejas de viejos para asustar a los niños…

Es casi seguro que Don Cristóbal Colón hiciese un parecido comentario sobre la Universidad de Salamanca como el que él calificó al eremita de Valcuevo…

Según parece, después de su famoso segundo viaje, el Gran Almirante de la Mar Océana recordó las visiones del eremita –la opinión de los Doctores de Salamanca no la olvidó ni perdonó jamás–, y quiso saber sobre él. Al cabo de un tiempo le informaron que fue encontrado muerto, en la cueva, pocos días después de su marcha de Salamanca…

– Preciosa historia, que no conocía. ¿Y qué fue de la cueva?

– Allí sigue. No volvió a ser habitada nunca más. Pero es curioso que no haya sido desde entonces cobijo de alimañas, y que se conserve limpia de malas hierbas y matorrales, sin que nadie se haya ocupado jamás de ella. Es como si aquel extraño visionario, cumplida su misión en este mundo, velase, desde el otro, por el aseo de su vivienda…

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